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PADRE ALBERTO HURTADO: CUANDO EL MILAGRO SE CONVIERTE EN REALIDAD

admin el 13-08-2018, visto 1115 veces 0
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Fue durante un 18 de agosto del año 1952 que el padre Alberto Hurtado dejó la vida terrenal. En sus 52 años de vida llevó una existencia plena, de un trabajo hecho con sañudo honor y donde sus regalones fueron los más desposeídos.

Una de sus frases recurrentes era: "Hagamos que el Cristo ande menos pililo".
De esta forma se refería a los más pobres, en un Chile que por esos años contaba con demasiada pobreza como para poder ser etiquetado como un país digno.

Trabajaba sin descanso…no dejaba de sonreír y destilar humor.
Allá por la década del 40 se produjeron tres accidentes fatales de aviación en poco tiempo. Los funestos hechos ahuyentaron a muchos a subirse a estas máquinas voladoras que –por esos años- no brindaban la seguridad de nuestra época. El padre Hurtado no se amilanó y no quiso devolver el pasaje en avión que lo llevaría a dictar un Seminario en la ciudad de Arica.
En pleno aeropuerto Cerrillos se encontró con otro sacerdote, que le preguntó:
-¿Para dónde vas, Alberto?
La respuesta la devolvió Hurtado envuelta con humor:
-A Arica…o al Cielo.


ALGO DE HISTORIA


No necesitó recurrir al escarceo retórico, a ese chilenísmo eufemismo de "emborrachar la perdiz" para llegar a sus destinatarios: los desposeídos..
No precisó del "aggiornamiento" del Evangelio para lanzar espurias tesis, como la "Teología de la Liberación" para acercar al rico con el pobre.
Hay una especie de verdad axiomática que señala que los hombres son tan grandes como la cantidad de adversidad que son capaces de doblegar. Cito esto como una manera de dimensionar la estatura de un gigante como Alberto Hurtado Cruchaga.

Había nacido en 1901 en cuna sobria y aristocrática. Era sobrino de don Miguel Cruchaga Tocornal, el inolvidable "don Palomo", y en 1923 decidió ingresar a los jesuitas. Pudo haber optado por una vida más cómoda y exenta de sacrificios, aunque he llegado a pensar que personas como él perciben con meridiana claridad en su fuero interno, que están hechos para trazados exigentes.

Son seres nacidos para marcar surco y camino.

Fue destinado a Argentina y más tarde le conoció la cara a Europa. Ese contacto entre el jesuita chileno y las viejas capillas y las antiguas catedrales fue decisivo para quien sería con el transcurso de los años el legendario Padre Hurtado.

En Lovaina, Dublin, Milltown Park, Serría y Barcelona perfeccionó sus estudios y se acercó definitivamente a Cristo. Pero al Cristo real. No al tallado en piedra de las imágenes, sino al otro...al que caminaba dentro del pecho de los obreros europeos. Un año estuvo en contacto con la vieja Europa. Desde Notre-Dame hasta la catedral de Chartres, pasando por la humilde y maravillosa Saint-Julien-le-Pauvre, que era ya vieja en la época del Dante.

Pero Chile lo requería y lo llamaba de lejos. Es decir, no todo Chile. Lo llamaban los habitantes de los ranchos, los conventillos y las "cités". De las pobres chozas de los caminos solitarios y agrestes, las poblaciones callampas que se extendían junto al lecho del río.

Los que un día habían sido los hijos predilectos de Dios. Eran los amigos de Jesús, la gente sin más títulos que su condición de seres humanos. Y de los cuales salieron doce apóstoles para propalar el Evangelio por todo el mundo. Gente iletrada, sin títulos académicos, costosas vestiduras ni mentalidad de intelectuales cubierta de vanidad presumida. Eran gentes de lucha y de paz, que hacía trizas el Imperio Romano y elevaban al mismo tiempo sus sabios pregones en el crepúsculo de una catacumba. Pero eran gentes que sabían ir sonriendo hasta la arena quemante de un circo y morir para conocer personalmente a Dios.

Era el pueblo.

El mismo que un día movilizaría –en el lejano Chile- al joven padre Hurtado a través de su organización: el Hogar de Cristo. Lo fundó hace muchos años. ¿En qué consistía? En buscar a los niños vagos y darles una casa, la tibieza de un hogar, el techo amparador que les había faltado y la familia que no tuvieron nunca.

Llegaron tímidamente al comienzo. Desconfiados e irónicos. ¿Qué querría el curita? ¿Sería uno de aquellos curas barrigones de las viejas estampas que no entienden a los niños? Pero no. El padre era joven, audaz, simpático y alegre. Sabía tanto de teología como de fútbol. Les hablaba en su verba, en su argot. Y además tenía algo que los pesquisaba para siempre: sinceridad.

Y se quedaron.

UN SANTO EN TIERRAS CHILENAS

Vino el año 1952. El padre Hurtado trabajaba sin descanso. Los hombres santos también tienen sus pecados;y el suyo fue trabajar demasiado. Entonces comenzó a deteriorarse su maquinaria física. Se le veía pálido, más nunca apabullado. Sonreía, pero quienes le conocían barruntaban que no estaba bien. Le aconsejaron descansar, a sabiendas que esa sería una de las pocas cosas que jamás haría. Trabajaba contra el tiempo pensando que se marcharía del mundo terrenal antes de tiempo.

Un día cayó para siempre. Hubo editoriales, crónicas y párrafos llenos de juicios apologísticos, reseñas laudatorias y discursos rimbombantes. Todos lo comprendieron...y todos lo lloraron...en ese momento. Algunos tuvieron que esperar su muerte para admitir sus méritos. Cuando ya estaba muerto. Pero ya no había remedio. No obstante...quedaba algo. Mucho más que algo. Nada menos que el Hogar de Cristo. El Hogar de todos, que él había gestado. Y éste habría de seguir funcionando y creciendo hasta el día de hoy.

El padre Hurtado murió un 18 de agosto de 1952.

¿Muerto?

A veces me pregunto, ¿habrá un muerto más vivo sobre las tierras de este enjuto país?

Hoy una inmensa mayoría de chilenos esperan el Consistorio que resolverá la fecha de la ceremonia que dará a Chile su segundo santo, el que compartirá los altares con Sor Teresa de Los Andes, a quien el Padre Hurtado conociera en vida.